viernes, 2 de marzo de 2018

De la Evaluación escolar (II)


Un divorcio evaluativo:  una práctica y unos principios que conviven disociados.
A esta altura del desarrollo científico en educación, no se ´puede soslayar la concepción de la evaluación escolar como un proceso  que asume al individuo en su integridad.
He aquí uno de los más ríspidos aspectos de la evaluación. ¿Qué evaluamos?  O dicho de otra manera ¿cuál es el objeto de la evaluación?
¿Es la función formativa lo esencial de los procesos evaluativos? ¿O basta  centrar los propósitos en la clasificación o acreditación de saberes y sujetos?
Ante este dilema casi siempre los agentes educativos se inclinan teóricamente por la primera postura: afirman que es muy importante que la evaluación constituya una base para el desarrollo del estudiante como persona y como ciudadano. Inclusive, así lo establece la normativa jurídica expresada en leyes, decretos y resoluciones que muestran claramente cuál debe ser el espíritu que guíe los procesos de evaluación escolar.
Ahora bien, ¿por qué se observan tan dispares concepciones de evaluación en las prácticas pedagógicas actuales?
 Dejo de lado los aspectos más instrumentales y  me refiero a los principios filosóficos que mueven al docente en el encuentro educativo. Por supuesto que, para constatar el sustrato teórico que moviliza la elección de determinados instrumentos de evaluación,  se deben analizar los mismos instrumentos; el caso es  que éstos  constituyen, como es lógico, productos de una concepción teórico-filosófica de  los propósitos educativos.
En otras entradas analizaré algunos instrumentos que los agentes usan (y abusan) para des-velar los principios que los sustentan y demostrar ,de ésa manera, el divorcio que existe entre las “intenciones” teóricas y la práctica diaria.