Un divorcio evaluativo:
una práctica y unos principios que conviven disociados.
A esta altura del desarrollo científico en educación, no se
´puede soslayar la concepción de la evaluación escolar como un proceso que asume al individuo en su integridad.
He aquí uno de los más ríspidos aspectos de la evaluación. ¿Qué
evaluamos? O dicho de otra manera ¿cuál
es el objeto de la evaluación?
¿Es la función formativa lo esencial de los procesos evaluativos?
¿O basta centrar los propósitos en la
clasificación o acreditación de saberes y sujetos?
Ante este dilema casi siempre los agentes educativos se
inclinan teóricamente por la primera postura: afirman que es muy importante que
la evaluación constituya una base para el desarrollo del estudiante como
persona y como ciudadano. Inclusive, así lo establece la normativa jurídica
expresada en leyes, decretos y resoluciones que muestran claramente cuál debe
ser el espíritu que guíe los procesos de evaluación escolar.
Ahora bien, ¿por qué se observan tan dispares concepciones
de evaluación en las prácticas pedagógicas actuales?
Dejo de lado los
aspectos más instrumentales y me refiero
a los principios filosóficos que mueven al docente en el encuentro educativo.
Por supuesto que, para constatar el sustrato teórico que moviliza la elección
de determinados instrumentos de evaluación, se deben analizar los mismos instrumentos; el
caso es que éstos constituyen, como es lógico, productos de una
concepción teórico-filosófica de los
propósitos educativos.
En otras entradas analizaré algunos instrumentos que los agentes
usan (y abusan) para des-velar los principios que los sustentan y demostrar ,de
ésa manera, el divorcio que existe entre las “intenciones” teóricas y la
práctica diaria.