La Evaluación escolar: abismo entre la teoría y la práctica
pedagógica
Uno de los temas pedagógicos más intrincados y menos
abordados de manera práctica es la evaluación escolar. Intrincado, quizás, por
esa resistencia o imposibilidad del ser humano en soslayar la subjetividad en
la valoración de los resultados académicos de los estudiantes, pero, sobre todo
por ese temor de los docentes, sólo ocasionalmente confesado, a perder poder en
el encuentro educativo. Sobre el poder y su uso y abuso, me referiré más adelante.
Lo cierto es que el uso de las herramientas de evaluación
constituye muchas veces la cima de un proceso que parece culminar en ese preciso
momento sellado con un número (nota). Todos, docentes,familias y estudiantes,
aun inconscientemente, se preparan para
el examen (la prueba) que se constituye como la cumbre y meta de varias semanas
o meses de preparación. Podríamos reflexionar en otro momento por qué se lo llama vulgarmente “prueba”.
Tal vez porque se pretende “probar” si
los estudiantes son capaces de repetir lo que se les ha transmitido
generosamente. Si lo logran, frecuentemente se afirma que han alcanzado los
objetivos, expectativas…
No hay peor reduccionismo perverso que aquel que suele conformar
al enseñante mediante el cumplimiento de
profecías autocumplidas. Y no existe en pedagogía un campo donde se dé con más
frecuencia esto que en el de la evaluación.
A. Bolivar (2005:5) define a la evaluación como “una
actividad sistemática integrada en el proceso formativo cuya finalidad es el
mejoramiento del mismo mediante un
conocimiento, lo más exacto posible, del alumnado en todos los aspectos de su
personalidad y un a información ajustada sobre el proceso formativo y sobre
factores personales y ambientales que en este inciden”. Mirada social de la
evaluación y, a todas luces, contemplativa de la evaluación como proceso coadyuvante
de los procesos de subjetivación.
No se puede negar que la evaluación es un elemento
consustancial al proceso de enseñanza aprendizaje, es decir: el encuentro
formativo entre seres humanos que se relacionan a través del conocimiento. En
este último sentido la evaluación es comunicación: dos roles que se
interconectan en el marco de normas institucionalizadas y emanadas de la cultura.
En los propósitos de la evaluación se aprecian las grietas más
evidentes. Los distintos roles del encuentro educativo suelen perseguir metas
distintas. Esta paradoja conceptual redunda en una infértil esgrima pedagógica
entre estudiantes, padres, docentes y directivos y teóricos de la
educación. Y, como la experiencia dicta,
cuando varios tienen diferentes propósitos para un mismo proceso, nadie tiene
la verdad absoluta y se termina diluyendo, en este caso, la eficiencia del
encuentro formativo.
Las teorías acuerdan, en general, que la función esencial de
la evaluación es la formativa. Y que no debe ser espasmódica y cronológicamente
puntual; aunque en los dichos se resalta sus características propias de proceso como la asiduidad y la planificación.
Pero en la práctica…
Otro de los abismos a salvar surge entre la orilla de los
atributos cualificables y la de los cuantificables. No hay puente. Suelen
disponerse con escasa planificación algunas soluciones espontáneas que terminan
en reduccionismos. Las propuestas teóricas
hacen agua en la práctica por falta de tiempo, de oportunidad, o en el peor de
los casos por falta de profesionalidad.
Las capacitaciones sobre la evaluación escolar son dictadas
por teóricos y no calan muy hondo en la actividad profesional; se quedan en el
epitelio de las frases geniales y el de las experiencias utópicas. Serán
eficaces cuando aprehendan las experiencias propias de los capacitandos.