El poder: el conspirador oculto.
Se afirmaba, en entradas anteriores, que la evaluación está
integrada en el proceso de enseñanza aprendizaje y, considerando que éste se
materializa en un encuentro bilateralmente formativo se determina que la
evaluación es esencialmente un proceso comunicacional.
En efecto, estudiante y docente se retroalimentan de los des-cubrimientos
que se desarrollan en el espacio social de la comunicación. Se trata de un proceso permanente de diálogo
en el que el enseñante ajusta sus técnicas en el marco de estrategias
participativas y empáticas y, por su parte, el estudiante se ve lanzado hacia
el desafío de promoverse a sí mismo corrigiendo errores y capitalizándolos en
mejoras cognitivas, motoras y motivacionales.
¿Qué puede atentar contra este fértil proyecto de
interacción? Uno de los factores más comunes
es el inadecuado uso del poder durante el encuentro educativo por parte
de los participantes, especialmente del docente. Así, se percibe en la práctica
académica distintas posturas o políticas en uso del poder que van desde el “dejar hacer” hasta la rigidez casi perversa
del chantaje y la intimidación.
La “nota” suele constituirse en un instrumento de poder y no
en un parámetro donde basar con honestidad los proyectos de desarrollo personal
y académico. Es indiscutible que la dimensión ética debe estar en el medio del
debate sobre las políticas de evaluación.
Dimensión que contemple los derechos relacionados con la educación y la
legitimidad de las acciones estratégicas que se elijan en cada caso.
M.L.Salinas (2008) afirma que “evaluar es entonces establecer
un compromiso ético”. Y la pregunta
surge necesariamente: ¿se puede soslayar esta dimensión cuando reflexionamos
sobre un encuentro entre seres humanos con intención formativa?.