martes, 6 de marzo de 2018

De la Evaluación Escolar (V)


El poder: el conspirador oculto.
Se afirmaba, en entradas anteriores, que la evaluación está integrada en el proceso de enseñanza aprendizaje y, considerando que éste se materializa en un encuentro bilateralmente formativo se determina que la evaluación es esencialmente un proceso comunicacional.
En efecto, estudiante y docente se retroalimentan de los des-cubrimientos que se desarrollan en el espacio social de la comunicación.  Se trata de un proceso permanente de diálogo en el que el enseñante ajusta sus técnicas en el marco de estrategias participativas y empáticas y, por su parte, el estudiante se ve lanzado hacia el desafío de promoverse a sí mismo corrigiendo errores y capitalizándolos en mejoras cognitivas, motoras y motivacionales.
¿Qué puede atentar contra este fértil proyecto de interacción? Uno de los factores más comunes  es el inadecuado uso del poder durante el encuentro educativo por parte de los participantes, especialmente del docente. Así, se percibe en la práctica académica distintas posturas o políticas en uso del poder que van desde el  “dejar hacer” hasta la rigidez casi perversa del chantaje y la intimidación.
La “nota” suele constituirse en un instrumento de poder y no en un parámetro donde basar con honestidad los proyectos de desarrollo personal y académico. Es indiscutible que la dimensión ética debe estar en el medio del debate sobre las políticas de evaluación.  Dimensión que contemple los derechos relacionados con la educación y la legitimidad de las acciones estratégicas que se elijan  en cada caso.
M.L.Salinas (2008) afirma que “evaluar es entonces establecer un compromiso ético”.  Y la pregunta surge necesariamente: ¿se puede soslayar esta dimensión cuando reflexionamos sobre un encuentro entre seres humanos con intención formativa?.